Arigato.- Fue mi primer palabra en japonés (también sería la última), justo después que el oficial de migraciones, con solemnidad de diplomático, sellara mi pasaporte por tres meses.

Llegar a Japón, no es cualquier cosa. Cuando uno piensa en un lugar lejano, rápidamente se le viene a la mente como símbolo de “el otro lado del mundo”. Pero Japón no sólo es lejos en kilómetros (que sí lo es), es más bien lejano en muchísimos otros aspectos que separan más que la distancia física. Culturalmente, es un abismo. Todo lo que en Japón es normal, para occidente es una cosa inexplicable. ¿Cómo es que estos tipos no se tocan para saludarse? ¿Cómo es que trabajan todo el día? ¿Cómo hacen todo tan ordenado, perfecto, previsible? Poco sabemos realmente de él, poco sabemos sobre sus razones, sus intenciones, sus qué, pero mucho menos sobre sus por qués. El alma del pueblo japonés, sutil y profundamente interior, ha sabido mantenerse en el misterio a través de los siglos. Y eso, es una pulsión irresistible para cualquier viajero.

Para mí, Japón era también lejano en cuanto posibilidad. Era darle la vuelta al mundo, para viajar por uno de los países más costosos del mundo.

Era tan lejano que parecía imposible.
Y parecía tan imposible que se convirtió en deseo.

Y fue tan deseado que se hizo realidad.

Calibrar la mirada

Llegar a Japón fue llegar al revés. No vi las luces encandilantes de Tokio, sino una solitaria bandera blanca y circulo rojo flameando con la brisa marina del puerto de Fukuoka, bien al sur, en la isla de Kyushu.

El mediodía de verano se hace sentir fuerte y creo que ese debe ser el motivo por el cual no veo gente en las calles. ¿Dónde está la superpoblación? Yo veo sólo calles vacías sin ni siquiera veredas. No hay nada que separe las puertas de las casas del asfalto, sólo una linea blanca pintada sobre el piso que da la idea de la zona peatonal. Hacemos una, dos, tres cuadras. Veo más máquinas expendedoras de bebidas que gente. Los pocos que pasan lo hacen a ritmo apurado, cabeza gacha y sin percatarse de nuestra presencia. Como si no existiésemos.

No veo el auge tecnológico. ¿Dónde está el futurismo? ¿Las computadoras, las pantallas? ¿Y los autos ultra tecnológicos? Nada. Sólo veo casas de madera y ventanas de papel. Veo unos taxis que parecen de los años ochentas, conducidos por choferes con gorra y guantes blancos. Veo muchas, pero muchas bicicletas de paseo estacionadas por todos lados. Veo algunos hombres vestidos de corbata, chicas de boina y pantalones exageradamente anchos y niños con el uniforme escolar que parecen el traje de un capitán de submarino de principios del siglo veinte. Veo que tienen unas extrañas mochilas de cuero. Todos tienen la misma, como si fuese una misma línea de producción.

Nada más.

Veo el vacío.

Veo lo simple.

Veo el silencio. Sí, lo puedo ver.

Pienso que hay una sola explicación posible. Evidentemente esta gente llegó al final del futuro y le dio la vuelta. Volvió a empezar y yo no me di cuenta.

Caminar hasta el hostal con semejante calor no fue una gran idea, pero los taxis son lo suficientemente costosos como para intentar el esfuerzo. Llegamos a una avenida que sigue la misma lógica, casi vacía. Veo, con cierta alarma que se conduce al revés como en Inglaterra y también con sorpresa, que la puerta trasera de uno de los taxis ochentosos, se abre sola para recibir a un nuevo pasajero.

Veo un río y un puente. Lo cruzamos. Veo una Geisha. Sí, una geisha. La veo irse, escabullirse como si fuese un animal con temor a ser cazado. Veo callejones con puertas de las que cuelgan grandes globos de papel y cortinas con ideogramas. Entiendo que son restaurantes pero están cerrados. Son las dos de la tarde.

Veo grandes árboles e inmensos jardines de lotos con esculturas e inscripciones en piedra. Veo una especie de arco gigante del mismo material. Y atrás otro. Y atrás otro. Luego entendería que son Toriis, todavía no lo sé. Todavía Japón es un agujero negro. Al final del camino encuentro un santuario en medio de la ciudad. Tiene un cartel que cuenta una leyenda sobre alguna diosa del mar que no logro del todo comprender. Si entiendo que esa construcción tiene más de mil años y que es Shinto, la religión ancestral del Japón.

Veo otra avenida y el mapa nos indica que vamos en la dirección correcta. Es ancha y con grandes edificios. Entre medio de ellos, resalta una pagoda de cinco pisos. La miro anonadado, como si fuese un plato volador. ¿Será que el futuro es de madera? A su lado un templo y en su interior un gigante buda, y en su interior, un laberinto en completa oscuridad. Al final nos espera luz. Claro, es Budista.

Entonces veo que el camino al hostal se nos está haciendo demasiado largo. Apuramos el paso. Veo negocios, Seven-elevens, bancos. Veo entradas de metro. Veo el edificio de Mitsubishi. Veo semáforos. Veo cafés. Y justo cuando todo empieza a ponerse normal… Veo una sandía cuadrada.

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