-Entremos – Dije.

-¿Entramos? – La pregunta, más que buscar aprobación, buscaba un cómplice.

-Si no vinimos para esto ¿para qué?– le contesté.

Toda esa introducción sucedía en la vidriera de una antigua casa de té que encontramos de casualidad en un callejón de los suburbios de Busán. Vito se moría por entrar. Yo lo sabía. Pero no se animaba.

Hace rato entendí que para viajar hay que dejar los miedos en la puerta casa ¿Qué era lo peor que podía pasar? ¿Que no entendiésemos? ¿Que seamos inoportunos? ¿Que nos echaran? Hay quienes dicen que una mujer perdona más a un desubicado que a un boludo. Bueno, con los viajes es igual.

Entramos como quién quiere pasar desapercibido, sin percatarnos de la campana delatora que colgaba de la puerta. Era uno de esos negocios que parecen estar vacíos desde hace mucho tiempo. Había un aroma muy particular en el ambiente. Mezcla de madera, papeles viejos y un dulzor que parecía ser de incienso. Una mesa en el centro, estanterías perfectamente cuadriculadas con decenas teteras y tazas, y cuantas chucherías que colgaban del techo.

Desde el fondo, una señora se incorporó de su escritorio y tomó carrera para recibirnos. Con un certero golpe de timón, enfilamos a ver la vajilla dando inicio a la ancestral estratégica de “estoy mirando”.

No hay contacto visual, pero la sigo de reojo mientras ella me mira por el rabillo. Es una batalla intelectual. Una guerra fría. ¿Quién aguanta más? ¿el vendedor o el turista? Va, viene. Me acerco. Me alejo. Nos rodeamos como dos cowboys a punto de lanzarse a duelo.

La llamo a Vito y le señalo una pieza, como si me interesaran las tazas de porcelana.

La señora no dice nada. Me sonríe. Le sonrío. Se va al fondo y parece ser un alivio a la incomodidad. ¿Pero lo es? ¿Debería serlo? ¿Qué va a pasar? ¿Voy a ver unas cuantas tazas que no me importan e irme a tomar un helado del Seven Eleven? Viajamos para otra cosa, viajamos para…

China. – Me sobresalta la voz estridente desde la espalda y me señala un paquete de té que yo mismo estaba mirando sin prestar atención.

Le sonrío con un ademán.

– Korean green tea. – Señala otro.

Con mímicas nos lleva hasta el fondo y nos invita sentarnos frente al escritorio. Saca una bandeja de madera con varios jarritos de vidrio y un pocillo de cerámica con una flor azul grabada en el fondo.

– We are travelers from Argentina… – empiezo con el discurso que ya me sale de memoria. Parece no importarle demasiado o no entender absolutamente nada. Ella está concentrada en su propia tarea. Coloca unas hojas de té en una tetera de hierro fundido y le hecha agua.

Yo sigo con el cuento… – We are traveling arround Korea…- Ni me mira. Vuelca su preparación en uno de los jarritos de vidrio y vierte un poco en el pocillo hasta que la flor se vuelve borrosa. Con la palma hacia arriba me gesticula que beba. Me llevo la tacita a la boca y ahora sí, me mira fijo esperando el veredicto.

– Very good… – le digo. Sonríe y nos empieza a contar vaya a saber qué cosa en coreano. Yo la escucho y asiento con algunos “¡aha!”, como si estuviera siguiendo la conversación pero no entiendo nada. Nada de nada. Hasta que en algún momento me doy cuenta que está hablando de las hojas de té.

– Last Week. We. Boseong.- No se porqué le hablo en modo indio, me sale natural, por pelotudez innata, digamos. Lo que intento, es explicarle que fuimos a visitar una de las plantaciones más importantes de Corea del Sur. Y milagrosamente, ella logra entender porque me señala un póster a mis espaldas. Es una foto de Boseong.

– ¿Korea? – Pregunto. – Yes, yes. Korea.- responde.

Vito trata a explicarle como puede que está escribiendo sobre el mundo del té en internet, mientras yo me pierdo mirando todo a mi alrededor. Las fotos amarillentas, las lámparas doradas, los pocillos de cerámica y la estatuilla de un buda que me mira apoyado sobre el aire acondicionado. Todo es demasiado coreano, demasiado ajeno, demasiado fascinante.

De repente se escucha otra vez el sonido estridente de la campana. Me volteo hacia la puerta. Es un viejo con una señora cargada de bolsas de supermercado.

– Tea Master – me dice y lo señala al viejo.

Me pongo de pie para saludarlo. Él lo hace con una inclinación y se sienta en la mesa.

Yo hago lo mismo, pero me quedo de pie.

Hablan entre los tres. En coreano, obvio.

Mientras, el viejo me mira.

Entiendo que la señora le está explicando quien carajo son esos extranjeros que están parados en medio del negocio. Entonces él le da una orden y ella va al fondo de la habitación.

Mientras, el viejo me mira.

La señora vuelve con un libro y se lo entrega con ambas manos, casi como un gesto de reverencia.

Se acerca y me muestra. Es un libro de té. De tipos de té. De ceremonias del té. Me señala la tapa y se apunta a sí mismo. Lo vuelve a hacer y con el dedo me va deletreando el texto en Hangul como si fuese su nieto aprendiendo a leer.

Yun – Suk – Kwan – y se vuelve a señalar. El viejo era el autor del libro.

Vuelve a señalar los caracteres del título, pero esta vez la traducción es en inglés.

– Tea is interesting – titula y se vuelve a sentar.

Resulta que el señor Kwan, además de ser el autor del libro, era el dueño del negocio. Y no sólo eso, era uno de los principales maestros en la ceremonia del té de todo Corea del Sur. Justamente, había ido a saludar a una alumna suya que en los próximos días iba a brindar una conferencia. Sí, una conferencia. Es que el té en Asia, no es solamente una bebida, es por decirlo de alguna manera, una cultura que se bebe. Es un ritual, un acto trascendental y sagrado en el cual hay personas que dedican toda una vida a estudiar, aprender y enseñar sobre una ceremonia que tiene miles de años de historia. El té es tan importante para oriente que hasta hay diferentes escuelas y tendencias.

Y el viejo, era una leyenda viviente.

Con otro movimiento de brazos volvió a dar órdenes y las dos señoras corrieron al fondo. Volvieron con recortes de diario y fotos donde nos trataban de hacer entender la importancia del hombre que teníamos enfrente. Hasta me mostró su rostro grabado en una placa de oro que le había otorgado el gobierno de su país.

Entendí que me preguntaba por el mío entonces le mostré el mapa de Argentina.

– ¿Tea? – Preguntó.

– Yes – Y le señalé la provincia de Misiones. Vito buscó una foto de un mate y se lo mostró desde el celular.

¡Ah, ah! – dijo y asentía con la cabeza como si lo conociera. Seguramente, si es un auténtico Tea Master.

Gesticulamos un poco más. Él nos regaló unos dibujos de Buda. Nosotros una postal de Colombia.

Nos despedimos con una inclinación, agradeciéndole con nuestras dos palmas apoyadas y nos alejamos del negocio mientras ellos seguían saludándonos desde la puerta.

Sólo me dijo tres palabras: “Tea is interesting”.

Y vaya si lo fue.

MÁS INFO
Toda esta experiencia la viví con Vito, que la escribió en este post. Ella está realmente interesada en el mundo del té y sabe bastante más que yo sobre un tema que es parte esencial de la cultura japonesa. Si querés conocer la otra cara de la historia, entra a su web y leéla.
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