Hay que buscar en el fondo del placard y sacarle las telarañas al espíritu viajero para después de tres años, salir de nuevo a conocer lo que hay más allá de tus propias fronteras físicas y mentales. Hay que desempolvarse. Algo de eso, sucedió los primeros días en Corea del Sur.

¿Por qué Corea? ¿Por qué justo al foco del conflicto internacional? ¿Por qué quedar a merced de un gordito con cara de bueno que, según la CNN, en cualquier momento puede apretar el botón rojo y hacernos desaparecer a todos? No hay explicación profunda, ni interés periodístico. La verdad: porque conseguimos pasajes baratos. “Vamos a Asia”, dijimos. Ok, Corea es Asia.

Ahora bien, todo tiene su precio. Argentina – Chile, Chile – México DF, México DF – Monterrey, Monterrey – Seúl (volando por encima de Estados Unidos, Alaska y Kamchatka). Hicimos el camino inverso, según algunas teorías evolucionistas, que las primeras comunidades de humanos que poblaron el continente americano. Quince horas arriba de un avión parece mucho, pero cuando uno se pone a pensar en esa gente, la cosa cambia.

Del invierno sudamericano al verano húmedo y pegajoso de la península de Corea. De las tres de la tarde a las tres de la mañana. Del 31 de julio al 2 de agosto y un primero de mes que nunca vivimos como si en vez de a un avión, nos hubiésemos subido al Delorean de Marty Mcfly. Estoy en el lugar más remoto que haya ido jamás en toda mi vida.

Hay algo inquietante que te pasa cuando llegás a un lugar tan lejano. Sos muy ajeno. Nada, absolutamente nada de lo que te rodea te pertenece en algún rincón de tus registros. Y eso que, seamos sinceros, Seúl te la hace bastante fácil.

La capital de Corea del Sur, tiene casi obsesivamente la necesidad de hacer que tu vida sea lo más fácil posible. ¿Cómo? Adelantándose a tu pensamiento. Justo cuando estás pensando hacia dónde ir, aparece un cartel, justo cuando te preguntas cómo funciona algo aparece una infografía. Siempre que no sepas algo, Seúl te muestra la respuesta. Y siempre suele ser una obviedad tan grande que es imposible de razonar para un sudamericano acostumbrado a que el mundo sea un espiral en vez de una línea recta. En muchos aspectos, Seúl es una ciudad for Dummies.

Pero eso es una parte. Sólo una parte.

Contrariamente a todos mis pronósticos, luego de más de cincuenta años de influencia americana, la gente no habla demasiado inglés como suponía. Es lógico. Estás en Corea, no en Nueva York. En la calle, casi todo esta escrito en “Hangul”, el alfabeto coreano, de muy fácil enseñanza (dicen), inventado por un rey para alfabetizar al pueblo campesino y liberarse del chino.

Tenés que manejar otros tiempos. Toda acción te va a llevar un 200% más de segundos. Desde prender el ventilador hasta elegir la cena. Y la curva de aprendizaje parece bien larga. No hay más remedio que señalar y rezar o aprender a descifrar en el menú qué significa: palito, círculo, palito, palito, cruz, palito. Hasta hace dos días te estabas comiendo un asado y ahora estás tratando de adivinar en la foto de marquesina que hay adentro de la sopa. Todas las sopas parecen iguales. Error. Pero de eso se trata. A la semana aprendés una ley que te va a servir para el resto del viaje: todo lo rojo es picante.

Una vez que te acomodaste, digamos al tercer día, y ya manejas los palitos con decencia, Seúl se te empieza a mostrar como una ciudad ecléctica. Aquí convive lo más diverso y contradictorio, en una armonía difícil de imaginar. Desde la vanguardia tecnológica hasta los palacios de más de 600 años de antigüedad, de los mercados tradicionales que parecen haberse quedado en el siglo pasado, hasta los centros comerciales subterráneos que hay por toda la ciudad. Desde los callejones oscuros de Insadong hasta las avenidas encandilantes de Gangnam. Desde las pagodas y templos por doquier hasta los barrios temáticos de animé o de lo que se te ocurra. Museos, monumentos, arte urbano, ruinas, negocios, realidad virtual. Todo es una mezcla demencial y el sólo hecho de salir a dar una vuelta por la calle puede ser una aventura increíble. Cada paso, cada rincón de la ciudad puede sorprenderte con algo completamente diferente a la esquina anterior.

Y la gente. Simpáticos y desestructurados pero a un ritmo desorbitante. “Pali-pali” (rápido-rápido), es la frase típica de la ciudad. La vida sucede a mil revoluciones. Caminan rápido, comen rápido, hablan rápido. Y todo ello sucede en un entorno que no deja de sobreestimularte. Desde los negocios se escucha K-pop a todo volumen, hay tiendas de lo que sea, carteles luminosos de colores y publicidad en los lugares más inesperados. En Seúl podes encontrar lo que se te ocurra, en el lugar que menos se te ocurra. Todo el tiempo están sucediendo cosas, como por ejemplo, montar por una tarde, un parque acuático en medio de la avenida principal. Las siete de la tarde es la cresta de la ola. Los coreanos salen de sus oficinas e invaden las calles, vestidos impecablemente (aquí se le presta mucha atención a la estética), con sus Ice Coffee to Take Out (aman el café!), corriendo de un lado para el otro, como una marea humana que desborda desde las salidas del metro. En unas horas todo volverá a la normalidad.

Estuve una semana en Seúl, y sin ni siquiera ver la mitad de lo que tiene para ofrecerme, me fui agotado, exhausto, con dolor de cabeza y un tremendo nivel de sobreactividad en todos mis sentidos. Y eso, para el primer contacto con Asia es demasiado pero sin dudas fascinante. Esto es solo el comienzo, amigos.

Nota: en los próximos post, voy a contar más sobre qué conocer en Seúl. No te lo pierdas.

 

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