La lluvia que salpicaba la ventanilla empañada formaba gotitas que me permitían observar a través de ellas un paisaje deforme de la Cordillera de los Andes. La ruta asfaltada gambeteaba las montañas siguiendo el rastro de la antigua carretera que, a su vez seguía las vías abandonadas del tren trasandino que recorre hace más de cien años el cauce del río y por el cual se movían las comunidades indígenas desde tiempos inmemoriales. Así transitaba el profundo árbol genealógico de caminos mendocinos con destino a Uspallata.

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Caminos Ajenos

Todos los caminos están llenos de historias sobre quién los trazó, por qué, hacia dónde iban y quienes lo utilizaron. Los caminos unen, comunican dos puntos hasta entonces remotos, intocables entre ellos. Por eso están cargados de viajes, de motivos, de vidas pasadas y realidades presentes. De batallas, de amor, de penas, de olvido. Hay quienes los usan para encontrarse, hay quienes los usan para huir. Por mi parte, un poco de ambas cosas…

El aguacero amainaba, y en realidad esperaba eso. Le venía escapando al agua desde Potrerillos, cuando alguien me dijo que «pal lado de la montaña» el clima estaba bueno. Era cierto, lo comprobé. En un suceso inexplicable, el autobús se metió en un túnel (de esas maravillas que tiene Mendoza) con incesante garúa y salió del otro lado con el cielo totalmente despejado, como si alguien hubiese apagado el interruptor de la lluvia. Tan sólo unos pocos minutos y un par de curvas más para que apareciera un valle a puro verdor, a pleno sol y tan seco como si hubiesen impermeabilizado esa parte del mundo.

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Dicen que Uspallata fue desde siempre un pueblo de paso, un descanso y la puerta a la aventura del cruce de los Andes hacia la ciudad de Santiago de Chile. Desde el llano, los picos nevados más altos de América atemorizan a cualquiera. Se ven imposibles y el simple pensamiento de estar en la misma ruta que alguna vez transitó San Martín a pie y lomo de mula, pone la piel de gallina. Evidentemente, a la libertad nunca se va por la ruta más sencilla.

Cuenta la historia que en las afueras del poblado se encuentran las famosas Bóvedas de Uspallata, un edificio histórico de adobe donde el ejército sanmartiniano, producía y almacenaba su armamento. Fueron tres kilómetros de caminata buscando unos «copitos», según la didáctica manera de ilustrar de la encargada de la oficina de turismo. Finalmente los encontré en medio de un campo. Una señora muy amable me recibió y se encargó de contarme un cuento que no esperaba. Para mi sorpresa: «San Martín nunca pasó por aquí y en todo caso, para ese momento este lugar ya estaba en ruinas y abandonado». El mito del heroico general, arengando a la tropa y planeando la estrategia para vencer a sus enemigos, se convirtió fue un relato que se instaló en el imaginario del pueblo pero que jamás ocurrió.

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La construcción de adobe, que hoy es un museo, data del siglo XVII. Se trataba de una serie de hornos, construidos por el poder colonial y trabajado por aborígenes esclavos donde se fundían varios tipos de metales. Principalmente, el oro y la plata que se extraían de las minas cercanas de San Juan, eran transformados en lingotes y enviados en barcos a España. Así se empezaron a tejer los principales caminos de continente, que tienen origen en la ruta de los metales que viajaban a Europa desde Uspallata y el Alto Perú.

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Caminos Propios

Para un viajero los caminos tienen un significado trascendental, son un motor, como lo es el deseo para la vida. Para mí, es una carnada. Allí empieza lo desconocido, lo excitante del misterio. Un nuevo sendero me provoca un impulso irresistible por entrar y recorrerlo, por descubrir su destino, su trayecto. Pero ello, lo reconozco, conlleva un peligro del que muchas veces he sido víctima y victimario: el de olvidarse del rumbo, el de perderse en el laberinto del mundo y de uno mismo.

Tenía dos planes más: comer y subir al mirador del Vía Crucis, en dónde me habían asegurado que obtendría una hermosa vista del valle y del pueblo. Ambos se complementaban, así que cargué frutas, pan, queso, agua y el mapa que me llevaba directamente a mi almuerzo. No parecía muy complejo, simplemente seguir la línea que me habían marcado: «Derecho por la calle principal y tomar el desvío de tierra hasta la loma donde está la cruz». 

Al terminar el primer kilómetro, se cruza un arroyo y la famosa calle principal se hace de tierra, solamente escoltada por algunas casitas, la belleza de los álamos pelados por el invierno y la furia de los perros que salen a marcar su territorio al intruso caminante. El paisaje rural es alentador. Saludo a un hombre que pasa en su tractor. Siempre hay que saludar en los pueblos, lo aprendí en Colombia donde te pueden tildar de hereje por no ofrecer un «buen día» y para decir verdad, estoy bastante de acuerdo. Por fin, el desvío y como suponía, la pendiente.

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La huella se dirige directamente hacia el interior de unas sierras verdosas. A mi alrededor estoy rodeado de cactus y de todo tipo de vegetal con espinas. Sólo sobresale, levantada en piedras, la ermita de la Virgen Inmaculada de los Andes que lo tomo como una señal. Afino la vista como si fuese un zoom natural y veo como la linea sube al primer pliego del cerro. Es ahí no hay dudas. Apuro el paso.

Me distraigo con algo estúpido. Siempre me gustó el crujir de los pies sobre el suelo de ripio. Si uno camina a un tiempo regular entre cada paso y lo repite incesantemente puede intentar componer un patrón rítmico, puede hacer música al andar:

Tuc-shak-trak-shrak | Tuc-shak-trak-shrak | Tuc-shak-trak-shrak | Tuc-shak-trak-shrak

Compases de cuatro tiempos al infinito. Me abstraigo con el ritmo y el paisaje hasta que me sorprende el fin del camino. Desde allí, sigo la huella que comienza a trepar el cerro, pero hay algo raro. A los pocos pasos ya estoy muy agitado y el ascenso se pone cada vez más intenso. Pienso: «¿Cómo no me avisaron que era tan duro? ¿Y ahora por donde paso?». Tengo que usar las manos para escalar y la pendiente es tan pronunciada que las piedritas ruedan hacia el fondo, con cada resbalón. «Ya se pone peligroso. ¿Sigo? ¡Estos mendocinos se toman muy en serio el Vía Crucis! Estoy agotado y no llegué ni a la primera estación. ¿Como harán las viejas religiosas para subir esto!?»

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No hay caso. Llego a un punto sin salida, una pared demasiado grande para arriesgarme a treparla. Cuando saco los ojos del suelo y miro hacia el precipicio, veo como otro camino con sus cartelitos indicadores serpentea la cuesta suavemente, yendo y viniendo, en vez de mi imposible línea recta hacia la cima. ¿Cómo no lo vi? Frustrado me siento en la primer roca que encuentro y mi mirada se posa en una de las imágenes más hermosas que he visto en mis viajes.

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A veces hay múltiples caminos. Hay que aprender a verlos y elegir con sabiduría. No siempre el más cómodo es el correcto. Tampoco el que llega a destino. ¿O si? No lo sé. Siempre suelo perderme en mi laberinto. Sobre mi cabeza planean una pareja de cóndores. Aunque no parezcan ir a ninguna parte, tienen sus propios caminos, van buscando las corrientes cálidas para elevarse y continuar su vuelo. Quizás en ellos tenga una respuesta a mis interrogantes.

El paisaje es atrapante. Sublime, mejor dicho. El pueblo rodeado de árboles y sembradíos es ínfimo a los pies de la barrera de gigantes que desciende hacia el norte a una meseta como un tobogán. Busqué un lugar apropiado para quedarme un largo tiempo en silencio tratando de interpretar el enorme poder que se levantaba frente a mi. Porque si hay algo que transmite el Aconcagua es Poder. Minutos, horas, perdí la cuenta. Sobre el valle logro divisar un hilo que se introduce tímidamente en las inmensas cumbres nevadas. Es la Ruta 7, la del río, la del tren, la de la libertad. La misma que andaban los originarios, los arrieros, la de San Martín, la de los aventureros, la del cóndor. ¿Habrán sentido lo mismo que yo? En un instante percibo como mi deseo comienza a apuntar hacia el oeste colmado de incertidumbres, pero con la certeza de que mientras haya un camino, hay esperanza.

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DATOS ÚTILES PARA POTENCIALES VIAJEROS

¿Cómo llegar?

Hay vuelos diarios a la Ciudad de Mendoza por Aerolíneas Argentinas y Latam. Luego la empresa Buttini tiene autobuses regulares desde la capital hasta Uspallata que sigue viaje hasta Puente del Inca, Penitentes y Las Cuevas en la Alta Montaña.

¿Qué hacer? 

El Vía Crucis y las Bóvedas son paseos que pueden hacer caminando por ustedes mismos. Luego, hay muchísimas excursiones para realizar como el puente de Picheuta, los petroglifos del Cerro Tunduqueral, el Cerro Siete Colores, Villavicencio o Puente del Inca y Penitentes en la Alta Montaña.

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