Aeroparque. 9 am. Llegamos con dos horas de anticipación en un acto de obediencia casi religiosa a las leyes aeroportuarias. Esta vez sin la típica improvisación mochilera, un poco porque nuestros próximos diez días aparentaban ser los de un viaje normal (dígase: avión, pasaje de vuelta, alojamientos confirmados, etc.) y otro poco por una cierta ansiedad de volver a viajar.

Todo sucedía como debía, acorde a ese estricto orden que suelen tener los aeropuertos. Monitor. Fila de caracol. Mostrador. «Adelante». Chica con pañuelito en el cuello. «Buenos días». Check-in. Sticker «MZA». Mochilas a la cinta. «Disfrute su vuelo, embarca por la puerta trece». Sonrisa de publicidad de dentrífico. Nuestro avión a la Ciudad de Mendoza saldría con una hora de demora.

El embarque fue bastante rápido, ya que por cuestiones de protocolo y practicidad en los reducidos espacios de las aeronaves, los pasajeros de los asientos del fondo suben primero y así se va ocupando en forma de «Tetris«, uno por uno, de atrás hacia adelante evitando la engorrosa necesidad de tener que pedir permiso y estrujarse en el pasillo. Las azafatas explican las normas de seguridad. Chequeo que el salvavidas se encuentre debajo de mi asiento, no vaya a ser que por salvar mi vida tenga que robarle la almohada inflable a la señora del 24D. Carreteo, turbinas a todo motor y a volar.

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Los primeros minutos y nubes, me generan una cierta tensión. Tensión, no miedo. No debería tenerlo ya que las estadísticas oficiales arrojan que la posibilidad de sufrir una accidente de avión es una en 2,4 millones. Eso dicen los números y los números no mienten, dicen. Me relajo recién con el catering. Café, mini alfajor, jugo de naranja para el final. Luego me hipnotizo en el paisaje minúsculo que asoma desde la ventanilla. De repente, interrumpe el altoparlante.

– «Buenas tardes, les habla su capitán. Les comunicamos a los señores pasajeros, que en pocos minutos estarémos arribando a la ciudad de Salta, por favor ajusten sus cinturones y prepárense para el aterrizaje.» 

Duró una milésima de segundo. Una mílesima que pareció un siglo porque el tiempo es relativo y a veces se detiene en un instante ínfimo. Un silencio seco se adueño del fuselaje. Desde el fondo, casi desde el baño, se encadenaron una serie de miradas en efecto dominó como deshaciendo la misma operación del embarque. El señor de traje y corbata, miró al gordo de la fila 27, el gordo siguío hacia el niño de la 25 que se enfocó en su tablet. Ante la evidencia que al niño no le importa nada, la señora del 24D recogió la posta, giró su cabeza tan rápido como se lo permitió su almohada inflable y me ofreció su rostro con el seño fruncido. Yo miré hacia las azafatas y vi como ellas se miraban entre sí con los ojos desorbitados.

– «Perdón, de Mendoza!», corrigió.

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El hombre, a lo largo de la historia, se ha empeñado en crear sistemas. Uno tras otro, ha desarrollado toda una ingeniería mental empleada para garantizar el orden lógico de las cosas. Hay sistemas de todo tipo, sociales, políticos, astronómicos, informaticos, etc. No importa qué les metas adentro, todos tienen una misma intención: la previsiblidad.

Sistema:
Del lat. tardío systēma, y este del gr. σύστημα sýstēma.
1. m. Conjunto de reglas o principios sobre una materia racionalmente enlazados entre sí.
2. m. Conjunto de cosas que relacionadas entre sí ordenadamente contribuyen a determinado objeto.

Los sistemas funcionan como una cadena, en la cual deben cumplirse dos condiciones sin básicas. 1. La función: cada elemento debe actuar de una manera determinada. 2. La relación: se supone que la función de ese elemento produce un efecto en el siguiente, que determina su función y así sucesivamente.

Pero alguna vez leí una frase tan verídica como fabulosa: una cadena es tan fuerte como su eslabón más débil y siempre hay un eslabón que falla. Es en ese mismo lugar de ruptura donde se produce el desvío que evidencia su propia fragilidad ante la certeza del caos de la vida. Lo incontrolable. Lo fortuito. Lo natural. Lo verdadero.

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El aterrizaje fue todo un éxito. Retiramos nuestras mochilas de la cinta transportadora lo más rápido posible, porque la demora del vuelo estaba amenzando seriamente la posibilidad de llegar a tomar el último bus a Potrerillos (debíamos llegar, porque nos habían invitado a pasar unos días en unas cabañas). El aeropuerto de Mendoza, queda a unos cuantos kilómetros de la ciudad. «Por la puerta pasa el colectivo cada cuarenta minutos, sino tienen taxis», nos informan desde la oficina de turismo. El bus pasa puntualmente. Nos subimos apurados, con el tiempo justo, cuando el chofer nos frena:

– ¿A dónde van?
– Al centro.
-¿Tienen tarjeta?
– ¿?
– El sistema de boletos acá es con tarjeta electónica.

– Claro, en Buenos Aires también, acá la tengo… ¿nos sirve la misma?
– No, es otra.

– (*¿Por qué hacen tarjetas diferentes?»- pienso.) Ah, no tenemos entonces… te podemos pagar a vos…
– No, el sistema no me lo permite, tienen que tener la tarjeta.
– ¿La compramos acá en el aeropuerto?
– No, acá no la venden.
– ¿Y dónde la podemos comprar?
– En el centro.

El sistema nos envuelve en su propia contradicción: no podemos comprar la tarjeta porque no tenemos tarjeta para ir a comprarla.

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Como les decia, todo sistema tiene puntos de fuga, ciertos lugares estratégicos donde se concentra toda la tensión provocada por su misma incapacidad de respuesta y emerge como un magma la intención creativa, la improvisación, la posibilidad de provocar algo diferente a lo que se espera de una ficha más de un juego de ajedrez presuntamente predestinado. A fin de cuentas, ese desvío no es más que la libertad, entonces es cierto lo que decía Miles Davis: «No le temas a los errores, ahí no hay ninguno».

Para nosotros, el viaje «normal» acababa de terminar. En menos de quince minutos volvíamos a viajar como nos gusta. En la ruta, a dedo. Salimos a la entrada del aeropuerto y el tercer vehículo que pasó era el de Susana. Maestra jardinera y oriunda de Luján de Cuyo. Con un poco de pudor, se disculpaba de la desprolijidad. Más rápido, cómodo, interesante y divertido. Entre historias y recomendaciones nos dejó en la puerta de la terminal de buses.

Fue en vano correr hasta la ventanilla. El último bus ya había partido. Evidentemente, el viaje nos estaba llevando por lugares que no teníamos planeado. Prendo el teléfono, pues lo había apagado en el avión y con todo el trajín me había olvidado que existía. Tenía una llamada perdida de Eduardo. Otro desvío.

Eduardo es el dueño de las cabañas a las cuales estábamos tratando de llegar, mientras él nos estaba llamando para invitarnos a su casa de Mendoza. «Se quedan a dormir acá y yo mañana temprano los llevo.»  Aceptado.

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Llegamos hasta su casa en Godoy Cruz. Su living era una suerte de Convención Internacional. Había un chico fránces de Lyon trabajando a cambio de hospedaje que seguiría rumbo hacia la patagonia chilena. Un amigo mendocino que vivía hace 20 años en California. Blanca, su mujer, mexicana de Guadalajara y de sonrisa sincera. Nuestro anfitrión, de mirada franca y actitud relajada. Nosotros dos y un vino recíen descorchado para las visitas.

«el Edi» nos contó que de joven viajó por Latinoamérica y Europa. Fue músico callejero, vivió en Grecia y llegó a México sin ningún tipo de certezas sobre su destino. Allí la conoció a Blanca y vivieron por más de 14 años hasta que decidieron volver para comenzar el proyecto de construir unas cabañas en las montañas. Él es emprendedor, pintor, sereno, reflexivo y amante de la cultura andina.

En un momento de la tarde, me cuenta sobre sus dos hijas. Que viven en Potrerillos. Que viajan a dedo. Que son vegetarianas. Que son artesanas. Que practican escalada. «Ellas están en contra del sistema, decidieron no estudiar»  me dice, contrariamente a lo que esperaría, con un cierto tono de aprobación.

¿Cuántas veces escuchamos el concepto del sistema? El sistema parecería ser una especie de ente supremo sobrenatural. «Se cayó el sistema», suele decir un empleado anunciando una catástrofe humana. «Soy antisistema» dice un universitario, convencido de estar librando una batalla épica digna de un gladiador moral. «El sistema no me lo permite», dice el colectivero alegando que la tarjeta electrónica es un destino más inequívoco que la muerte. ¿Pero qué es un sistema? En principio, una corrección. No hay un sistema, hay múltiples sistemas. Son formas de hacer, que podrían ser utilizadas (y de hecho lo son) mientras den respuestas a nuestros deseos y en caso contrario cambiar el rumbo, tomando como ingredientes, un poco de aquí y otro poco de allá, lo que le plazca de cada uno para resolver la vida. El Sistema, suele venir disfrazado como una ley divina, pero somos nosotros, los hombres de carne y hueso quienes lo construimos día a día.

Al día siguiente, arrancamos temprano hacia la montaña. Cruzamos viñedos y bodegas, mientras Eduardo apuntaba el parabrisas de su camioneta directo a las cumbres nevadas. Tanto esperaba ese paisaje. O cualquiera, siempre y cuando no esté lleno de cables y edificios. La ruta se hizo camino y llegamos a las cabañas. El lugar, fabuloso. El cielo celeste resaltaba la nieve del Cordón del Plata que se erigía imponente. Por una quebrada baja un río de agua helada y cristalina y en el medio del barranco, como un balcón, las cinco casitas. Eduardo, el viajero errante, había construido allí su pequeño imperio, su propio sistema. «Un día haces una, al otro año otra, y así. Si lo realmente lo querés, lo podés», me aconseja. Luego nos invitaron a almorzar comida mexicana a base de chile picante y chocolate. Sin darme cuenta estaba en Mendoza y Guadalajara al mismo tiempo. Así de impredecibles son los viajes.

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Por la tarde bajamos los catorce kilómetros que nos separaban del dique. Como suele suceder(nos) se nos pasó el horario y otra vez el último bus a las cabañas. No quedaba otra que hacer dedo. Rápidamente llegó Alejandra. Arquitecta, recién llegada de Buenos Aires. Con cuarenta y pico, decidió largarse de la ciudad para edificar su propia cabaña en medio de la precordillera en pos de una mayor calidad de vida. Otro desvío.

Nos llevó hasta mitad de camino. Desde allí se hacía más difícil. No pasaba nadie, sólo algunos perros. Es que cuando se acerca la noche, es el momento en que la mayoría de la gente baja al pueblo y nosotros necesitábamos subir. Ya era casi oscuridad total. A lo lejos vemos acercarse un colectivo con sus dos faros encendidos. Extraño, pues ya no deberían pasar. Le hacemos señas y frena. «¿A donde van?» – pregunta el chofer. «Hasta el cruce de Vallecitos.» – le respondo mientras recuerdo que no tengo la maldita tarjeta electrónica. «Estoy fuera de servicio, no puedo llevar a nadie…» – «…pero suban que los alcanzo» y en ese sencillo acto la magia de lo fortuito, del desvió y de la voluntad del hombre vengó el episodio del aeropuerto y el sistema volvió a erupcionar. Esa noche, hubo eclipse en Potrerillos y aunque el aire estaba helado salí a mirarlo porque no hay nada más hermoso que cuando a La Tierra se le ocurre la caprichosa idea de romper el sistema y pararse como una intrusa entre el Sol y la Luna.

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¡Muchas gracias a Eduardo y Blanca por su hospitalidad de invitarnos a las Cabañas Las Margaritas!
Si querés conocerlas, en su web tenes toda la info: www.alasmargaritas.com.ar

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