LA MÚSICA DEL SILENCIO
Las fronteras son difusas, eso es una realidad. La arbitrariedad de esa maldita línea que ha obsesionado a los hombres a lo largo de la historia, es quizás, el gran fracaso de la humanidad.
Ayer fui a ver el show de Tinariwen en Buenos Aires. Pensar que la primera vez que los escuché fue en la terraza del Café Fátima, el único lugar donde se puede cenar en Hassi Labied, un pequeño pueblito terracota frente a las dunas de Erg Chebbi, al este de Marruecos. Íbamos todas las noches y éramos los comensales más esperados, pues nunca había otros. Recuerdo su exquisito Tajín, el plato local. Se ve que tenían un sólo disco porque sonaba una y otra vez, durante todas la cenas de aquella semana. O tal vez, sin darme cuenta en ese momento, había algo allí que debía ser escuchado.
Los conceptos de Nación y Estado nunca se han llevado bien. El primero rehúne, el segundo separa. Los integrantes de Tinariwen, pertenecen al pueblo Tuareg. Nómades del desierto, han vivido ancestralmente en lo que podríamos llamar la Nación del Sahara, uno de las zonas más inhóspitas del planeta, integrada mayormente por el norte de Niger y Mali, el sur Argelia y un pedacito del Marruecos.
La historia de la colonización, pero aún peor, la de la descolonización y la «civilización» de esta región de África, no supo o no quizo interpretar la milenaria cosmovisión bereber, basada en la ruralidad y la simpleza del hombre y de la vida. No eran los valores adecuados para estos nuevos tiempos que se avecinaban, a esta altura eso está más que claro. Ese mismo proceso de civilización es el que los ha despojado y condenado al exilio. Algunos viven en Azawad, formando un estado no reconocido por el gobierno de Mali, bajo alarmantes niveles de pobreza, marginalidad y violencia. Otros quedaron aislados, entregados al nomadismo, divididos en pequeños asentamientos improvisados o conformando una subclase desposeída en pequeñas ciudades de Argelia. Son, como dice el refrán, el último orejón del tarro del mundo. Son los huérfanos del desierto.
Pero por suerte, suele suceder que muchas veces el estigma se convierte en bandera. Luego de la aplastante derrota en la resistencia armada que se llevó a cabo en la década del 90 y que los había sumergido en el olvido del más profundo de los silencios; la creatividad y la belleza fue la única salida. De allí, de donde lo único que sobrevuela es polvo y arena, a más de 45ºC, reberveró el más auténtico grito de guerra: La música.
Tinariwen, utiliza sus canciones como testimonio de la cultura y los sentimientos de su pueblo, pero más aún, lo hace como modo de difusión de los valores que componen su lucha.
«Los ideales de la gente se han vendido barato, mis amigos. Una paz impuesta por la fuerza está condenada al fracaso y da paso al odio.» (Traducción de la canción Toumast Tincha)
Dejar las armas para agarrar intrumentos, no fue sólo consecuencia de la desilusión, fue una decisión política. El virus de la música Tuareg se expandió entre los jóvenes de la región como epidemia y la enfermedad del arte no se cura rápidamente. Empezaron las guitarras acústicas y los baldes dados vuelta, «cuando la música estaba prohíbida», como cuentan sus integrantes. Luego llegaron las eléctricas, los bajos y los djembés. Se multiplicaron, rebalsaron, grabaron discos, hicieron giras y le pudieron hablar por primera vez a un mundo para el cual no existian.
La música de Tinariwen es como su gente. Es simple, austera, honesta. Habla de su tierra, de sus orígenes y de la libertad. Tiene ese sonido filoso que desgarra la piel y se clava directamente en alma. Es una queja; un llanto de dolor y melancolía. Es el vacío de la pérdida, de la nostalgia y a la vez el único rincón de esperanza que les queda. Algo tienen esas guitarras, porque no las olvidé nunca más. Te envuelven en una especie de transe, de elevación, en ese estado de hipnosis que sólo genera el desierto. Y paradógicamente, con la piel de gallina, te lleva. Me lleva y yo la dejo que me trasporte desde este bar de Buenos Aires, a mi añorado Café Fátima, frente a las dunas de Erg Chebbi.