Siempre sucede así. Estoy averiguando por internet, coleccionando posibles destinos en el país de turno cuando de repente me encuentro con una foto. Aún no sé de dónde es pero tiene algo, que aunque no pueda explicarlo, se lleva toda mi atención. En ese momento me olvido de todo lo que estaba buscando y sólo pienso en ir ahí. Generalmente nadie lo conoce o si alguna vez alguien ha oído de ese lugar, queda lo suficientemente inaccesible como para que nadie haya ido jamás.

Siempre es igual, como esta última vez. La imagen era de un pueblo llamado Totora, perdido en algún punto de la sierra boliviana. Mostraba una calle de piedras cuesta arriba, que se perdía en una leve curva hacia la derecha. A sus lados, no había vereda, solo una fila interminable de casitas de adobe con la pintura blanca arañada por la lluvia. Unas pocas nubes atravesaban el cielo celeste. No había ni un sólo ser vivo y parecía que no lo hubiese habido nunca. No sé si era el color, el contraste o un aura especial pero esa foto me llamaba, me llenaba de intriga.

Esta era aquella foto (ahora por mí).

¿Por qué será que siempre encuentro esos lugares? Tal vez debería reformular la pregunta e interrogarme del por qué me encuentran ellos a mí, ya que siempre se me aparecen por azar. Es entonces cuando empiezo a creer que hay algo valioso por lo cual debo ir. Como un misterio sin resolver. Un motivo que nunca conoceré si no llego hasta aquel lugar inhóspito.

Totora queda abandonado a mitad de camino de la antigua carretera que unía Cochabamba con Santa Cruz. Ya pocos son los que circulan por ahí, así que la única manera de llegar es en un taxi compartido. Cuando el coche ingresó por la entrada principal mi sorpresa fue enorme. De aquella fotografía deshabitada no quedaba nada, la calle estaba tan repleta de gente que nos costaba avanzar. Rápidamente caímos en el hecho de que de pura casualidad habíamos llegado en el domingo de carnaval. Caminamos unas pocas cuadras esquivando los chorros de agua hasta unos cuantos metros antes de la plaza, hasta donde la multitud nos lo permitía. Pero ¿No es que esto era un pequeño poblado? ¿O todos sus habitantes están en la calle? La respuesta es sí.

El carnaval es uno de los eventos más importantes del año y toda una experiencia de autenticidad con la cultura de Bolivia. Lamentablemente no tengo fotos, ya que hubiese sido la causa de defunción de la cámara. Las angostas calles del pueblo se convierten en verdaderas emboscadas que por ese día son tomadas por bandas de niños con pistolas de agua y lanzadores espuma. Son comandos armados que no distinguen ni se apiadan de nadie: Hombres, mujeres, grandes, chicos y viejos, todos pueden ser sus víctimas. En las terrazas y balcones se preparan sigilosos pequeños francotiradores que dejan hecho lodo el piso de tierra por las continuas bombas que cruzan por el aire. Cuando dan en el blanco, sueltan la mejor de sus carcajadas. Todos están atentos a todo. Hay que tener ojos en la nuca. Escabullirse, camuflarse. Es que aquello no es otra cosa que una guerra, la guerra más divertida del mundo. Una guerra donde nadie muere, nadie se enoja y todos se ríen. En la plaza, se escuchan cantos en Aymará. Alguien me empuja en una esquina, otro me echa espuma en la cabeza. A mi lado pasa una una fila de cuatro hombres vestidos con globos y flores. Son una especie de bufones que van cantando y tocando en caravana con sus guitarras, charangos y zampoñas mientras el resto se burla de ellos y les hecha papel picado. En medio del caos general, logramos encontrar el único hotel que hay en el pueblo.

Cuando volvimos a salir, el panorama era completamente distinto. La tarde le iba dando lugar a la noche que se imponía dejando las esquirlas de aquella batalla campal. En el piso yacían las botellas de cerveza, los globos explotados, los pomos de espuma vacíos, las guirnaldas pisoteadas y unos pocos borrachos que todavía demostraban signos vitales. El pequeño escenario ya era un montón de barrotes desordenados que algunos chicos usaban para jugar, mientras en la galería de la municipalidad aún quedaban cantando al compás del charango, una ronda de amigos que se negaban a la dura realidad del fin de fiesta. Nos sentamos en un banco a ver como poco a poco se iba apagando el día mientras el calendario se comía los últimos minutos del carnaval.

El lunes amaneció nublado y callado, como si no hubiese existido. Quizás no existió, al menos allí. Nunca vi tanta soledad. Totora alude otros tiempos glamorosos, cuando era la villa de descanso de la aristocracia terrateniente cocalera de las provincias de Cochabamba y Chuquisaca. Allí edificaron un pueblo señorial que se jactaba de parir varias personalidades ilustres y vanguardias culturales. Cuando se les vino la reforma agraria, muchos escaparon y otros padecieron peor suerte, como el último “patrón”, que fue fusilado en plaza pública por sus continuos abusos sobre las mujeres de sus peones. Así fue que toda esa “nobleza” desapareció de golpe, dejando sus mansiones intactas, con sus joyas, esculturas, muebles y sus más de 200 pianos que persisten hasta el día de hoy.

De aquel pasado esplendoroso, hoy queda un pueblo fantasma. Totora es abandono y desamparo. El paso del tiempo y la pobreza le pasó por encima. De las viejas casonas coloniales que aún persisten en pie, solamente quedan sus paredes descascaradas, los llamadores de las puertas oxidados y sus balcones de fina madera podridos por la humedad. La misma suerte corrieron los siete puentes de piedra que se utilizaban para cruzar el río. Alrededor se levantó un pueblo campesino de casitas de adobe y techos a dos aguas que trepan por los cerros sembrados de eucaliptos. No sé por qué pero todo eso a mi me parecía fascinante. Los naranjas de las tejas, se mezclan con el verde del monte. Cada esquina, cada ventana, cada rincón me hace sentir como vivir dentro de un paisaje romanticista.

La vida sucede puertas adentro. Las calles permanecen desiertas y las ventanas cerradas. Ni siquiera los perros se dignan a levantarse de la siesta. Para colmo se larga un chaparrón. Un rato después, calma. A las mujeres siempre las veo yéndose. ¿Será casualidad o me esquivan? Allá van las cholas, con sus polleras anchas, sus trenzas debajo del sombrero de paja y su aguayo multicolor sobre la espalda. Un hombre viene doblando la esquina, mascando coca. Lo saludo con un movimiento de cabeza pero no responde. Nadie nos mira. Todos bajan la vista al piso, aunque tengo la sospecha de que se mueren de intriga sobre nosotros. Sólo los niños, los más curiosos, pasan haciéndose los distraídos y se ríen cuando ya no los vemos. Somos los únicos turistas en todo el pueblo.


Pero algo cambia y una mujer se nos acerca con su hija. “¿Por qué vienen?”. “¿Por qué no?” Le respondo. Me mira buscando alguna razón que no encuentra fácilmente. “Para conocer y conocerlos”.  Creo que la convencí. Mientras se aleja, la nena se desnuca para mirarnos. Un borracho se cruza media cuadra para hablar con estos dos gringos que le parece que han roto la brújula. Me dice un montón de palabras inconexas de las que sólo entiendo que en algún lugar se vende una chicha muy buena. Me invita un trago, pero desisto.


Por la tarde se nos ocurre ir a visitar el museo municipal. Nos dicen que esta cerrado pero se arma todo un operativo para solucionarlo. Alguien sale a buscar “al que tiene la llave” pues vaya a saber uno cuando fue la última vez que lo abrieron. Viene un enviado de la alcaldía (jogging verde del equipo de Totora) que nos da un intensivo paseo guiado donde nos cuenta la historia, anécdotas y pormenores del pueblo. Por la noche vamos a cenar al mismo comedor de siempre. Tienen pollo, obvio, igual que ayer, igual que siempre. En la rocola suena una canción de Nicola Di Bari (¿?) mientras decidimos que mañana a la mañana nos vamos. Vuelvo a preguntarme ¿Por qué será que encuentro y vengo a estos lugares? Tal vez sea por la magia de llegar dónde nadie nos espera, pienso. O tal vez, aún no se haya revelado el motivo.

Con la comida, llega una niña de no más de 4 años con su globo. Es la hija del dueño. Tiene la ropa gastada, un gorrito de lana y la carita sucia. También tiene la piel morena y unos ojos brillosos que pueden comprar a cualquiera. A mí me compró y me pongo a jugar con ella. No se pueden hacer muchas cosas con un globo. Lo infla y lo desinfla. Se lo ato y lo lanzo al aire. Es tan sólo un globo pero ella se mata de risa y me da envidia que se divierta con algo tan simple. Ella es simple. No habla español pero de alguna manera nos estamos comunicando. De repente me acaricia el brazo y se sorprende que tengo pelos. Me roza y desliza lentamente su mejilla. Creo que le parece suave. Claro, es que ellos no tienen pelos. ¿Qué pensará? Tal vez crea que soy una especie de extraterrestre. Entonces me mira. Me abraza. Y me dice algo en Aymará que no logro entender pero le contesto: “Yo también”.

DATOS ÚTILES PARA POTENCIALES VIAJEROS

La moneda oficial de Bolivia es el Peso Boliviano. (u$s 1 = 6.92 Bs)

¿Cómo llegar?

La única forma es desde Cochabamba. En la Av. República y 6 de Agosto salen los taxis compartidos. El viaje dura alrededor de 2.45 hs y cuesta 20 Bs.

¿Que hacer?

Ir a Totora es ir a un pueblo pintoresco y culturalmente auténtico. No hay grandes cosas para hacer más que recorrer sus calles y hablar con su gente que no están muy acostumbrados a recibir turistas. Pueden visitar los 7 puentes coloniales y sus bóvedas. También a unos pocos kilómetros se encuentra la Bola Rumi, una piedra esférica de la época del imperio inca, que según cuentan las leyendas tiene probados poderes de fertilidad para las parejas que la visitan.

¿Dónde dormir?

No queda otra opción que en el único hotel del pueblo. La habitación cuesta 25 Bs, por persona.

¿Que comer?

No pidan mucho. Hay unos pocos comedores en el pueblo. Prueben el Silpancho, el plato típico de la zona de Cochabamba. Recuerden ir a cenar temprano, pues los restaurantes cierran antes de las 21 hs.

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