Hogar, dulce hogar

Yo no sé a quién se le ocurrió poner un poblado ahí pero no tengo dudas que fue un soñador. La mayoría de los asentamientos humanos en zonas montañosas se construyen en los valles o en el peor de los casos sobre las laderas. Aquí no. Aquí hubo alguien que pensó que era mejor fundarlo en la cima de un cerro, en medio de la serranía del Quindío. Pensándolo en términos prácticos podríamos decir estuvo totalmente equivocado, pues no hay cosa más incómoda que entrar y salir de un pueblo en el que hay que bajar toda la quebrada, cruzar el río y volver a subir. Quizás por eso muchos de sus habitantes, haciendo un juego de palabras, lo llaman Sal-lento. O quizás sea por otro motivo. Tal vez sea porque aquel tipo llegó hasta ahí, levantó la vista, se encontró envuelto en una inmensidad de montañas tupidas de árboles y flores, tierras fértiles y clima tan agradable que, importándole un bledo cualquier premisa urbanística, decidió que ese lugar era demasiado hermoso para no irse nunca más.

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Algo de eso me pasó a mí. Si alguna vez pensé en quedarme a vivir en Colombia, fue en gran parte por Salento. En rigor viví más de un mes y medio, durante las dos veces que estuve. La primera vez llegamos por recomendación de unos amigos a La Aldea del Artesano. Se trata de un pequeño conjunto habitacional donado por el gobierno japonés, que alberga a unas cuantas familias de artistas de la región. Qué creatividad, armonía y personajes hay entre esas hectáreas! Convivimos unos diez días con Claudia y Memo. Ella, socióloga y luthier apasionada. Él, un gran artesano carpintero y ex “colaborador” de Pablo Escobar reformado en un hippie pacifista (¿?).

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La aldea del artesano

Salento es un típico pueblo del eje cafetero, que sufre una invasión turística el fin de semana y el lunes vuelve a la lentitud de su vida diaria. Durante la semana es un lugar que al igual que su gente, renueva día a día la eterna belleza de lo simple. Tiene una plaza (una sola) con su respectiva iglesia y una calle principal que desemboca en una larga escalera que, simulando las estaciones del vía crusis, sube hasta una colina que hace la función de mirador. Desde allí se puede ver un pueblo naranja de tejas añejadas por el paso del tiempo. Abajo, las casas le sonríen a los transeúntes con sus balcones y ventanas de madera pintados de todos colores. 

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Los artesanos sacan sus obras a la vereda que se llena de telas, pinturas y productos de guadua*, aunque mi mirada siempre busque a la antigua tienda de sombreros. Sólo cinco cuadras más allá, como un tobogán al paraíso, la carretera te lleva al directamente al río, al bosque, al valle y a todo el verde del mundo. Por la tarde no hay nada mejor que matar el frío de las seis con un buen café, envuelto en ese aroma a pan horneado que sólo tienen las panaderías colombianas, mientras la noche enciende las luces del billar que huele a tabaco, sabe a aguardiente y suena a rancheras y carcajadas sinceras. Detrás de la barra cuelga un cuadro de algún amigo ilustre que el bar se niega a olvidar. Afuera, la niebla no deja ver el viejo reloj de pie que empieza a desaparecer junto con el pueblo que se va a dormir. Mañana será otro día. Mañana será igual.

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Aquella estadía no sólo nos sirvió para enamorarnos de Salento y sus paisajes, sino también para decidir volver un mes después con la excusa de recibir las visitas de Isabel (la mamá de Vito) y mis amigos Diego y Sabrina (Gracias!). La posibilidad de compartir aunque sea un pedacito del viaje con seres queridos fue algo nuevo para nosotros. Trajo muchas sensaciones, pero lo más interesante fue mostrarles nuestro estilo de vida y revelarles este pedacito del mundo al que seguramente no hubiesen ido por sus propios medios.

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Amigos son los amigos.

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Dicen que las segundas partes nunca son buenas. Este no fue el caso. La nueva vuelta fue aún más acogedora y duradera. Estuvimos más de un mes, trabajando en el Hostal Colibríes que me permitió conocer gente maravillosa y sentirme tan cómodo como si fuese mi casa. Allí festejé mi cumpleaños número 31 junto a viejos y nuevos amigos. Para alguien que ha pasado sus 30 años en Buenos Aires, vivir en un pueblo fue una experiencia en sí misma. Fue despertarse cada mañana, sentir el olor a café recién preparado e ir a comprar el pan de coco a lo de la señora de la esquina. Luego, cuando quería un poco de ejercicio y tranquilidad salía a caminar por la montaña (ya había descubierto mi lugar secreto) o sino, simplemente me remitía a sentarme en un banco de la plaza a ver como pasa la tarde. A la semana, uno ya se conoce con todos así que me dedicaba a saludar a los vecinos, charlar con Liliana y Marcela, jugar un ratito a la pelota con su hijo, Estiven (Sí, se escribe así!), ver cuando llega el bus, comprar una trucha para la cena y volver a empezar al día siguiente. Curioso dato, había huido de una ciudad escapando de la rutina para que un año y medio después me encuentre en Salento disfrutando de ella. Muy diferente, claro.

Galán de Salento

Galán de Salento

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Me encantan estos Jeeps colombianos!

  • (*) La Guadua es una especie de caña de bambú gigante, muy típica de la zona del Quindío, que se utiliza para todo tipo de construcciones dado que según cuentan, es tan fuerte como el acero.

EL VALLE DEL COCORA

Uno no puede pasar por Salento sin ir al Valle del Cocora. Es su joyita. Desde la plaza central,  se puede tomar uno de esos Jeeps Willys tan tradicionales que en treinta minutos los deja en un paraíso color verde repleto de las famosas palmas de cera, el árbol nacional de Colombia.

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Las palmas son realmente impresionantes. Pueden llegar a medir más 60 metros, siendo la especie más alta del mundo. Su tronco, perfectamente recto y liso, esta recubierto por una cera que en la antigüedad se utilizaba para impermeabilizar los cascos de los barcos. El valle, esta formado por un espeso colchón de un césped casi fluorescente y repleto de sus palmas que . Desde allí se puede iniciar una larga caminata que a través de la montaña y sus bosques nubosos,  hasta Acaime, una reserva de colibríes dónde sacar fotos increíbles. El paseo finaliza por un recorrido por la selva y sus puentes colgantes donde podrán apreciar la magnitud de la naturaleza y desemboca en un valle con uno de los paisajes más bellos de la sierra colombiana. Mejor que las palabras, las imágenes:

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Hasta los colobríes posan para la cámara.

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DATOS ÚTILES PARA POTENCIALES VIAJEROS

La moneda oficial de Colombia es el Peso Colombiano (u$s 1 = 1950 COP)

¿Cómo llegar?

Salento queda en el Departamento del Quindío, en el corazón del Eje Cafetero. Se puede llegar a través de alguna de las dos ciudades importantes cercanas, Armenia o Pereira.

Para llegar al Valle del Cocora tienen que tomar un Jeep desde la plaza principal de Salento. Son 30 minutos de viaje y cuesta alrededor de 7.000 COP ida y vuelta. La entrada es totalmente gratuita. Allí podrán alquilar caballos o practicar senderismo.

¿Dónde dormir?

Hay muchas opciones de hostales en Salento. El Hostal Colibríes tiene habitaciones y dormitorios confortables a muy buen precio, además de la calidez de su gente. También pueden acampar ya que es un pueblo muy seguro.

¿Qué comer?

Hay desde restaurantes gourmet hasta menúes económicos. Los fines de semana hay muchos puestos de comida típica alrededor de la plaza principal. Les recomiendo especialmente probar la trucha con patacón gigante, la especialidad del pueblo, los helados de la tienda de al lado de la iglesia y disfrutar de un buen café colombiano.

¿Qué hacer?

Además de visitar el Valle del Cocora y disfrutar de un pueblo pintoresco, pueden visitar algunas fincas cafeteras y aprender sobre la elaboración del café. Para los que les guste más la naturaleza, hay muchos senderos y recorridos para hacer, con ríos y cascadas incluidas.

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