Creo que el mejor lugar para terminar mi viaje por Marruecos fue Marrakech, no por ser la frutilla del postre, sino porque me empujó a irme de un país que de otra manera hubiese sido muy difícil dejar.

Llegué a la ciudad con muchas expectativas y opiniones, de los que la amaron y los que la odiaron. Debo confesarles que después de vivir cinco días allí, me incliné hacia el segundo grupo. Durante mi estadía estuve pensando alguna palabra que defina lo más claramente posible lo que me pasaba con esa ciudad. La encontré: Marrakech es una ciudad prepotente.

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Les voy a poner un ejemplo, en las angostísimas callejuelas de la medina entran las motocicletas (algo que no se permite en ningún otro lugar), que circulan a toda velocidad sin importarles nada de nadie. A bocinazos lo obligan a uno a apartarse de su camino o correr el riesgo (bastante alto) de ser atropellado. No distinguen si delante hay niños, mujeres o ancianos, ellos son los dueños de la calle. Ese tipo prepotencia de la gente se siente a cada paso y en cada situación.

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La medina se convierte en un caos poco tolerable. Otras ciudades como Fés también lo son, pero su caos está cargado de un contenido y de una tradición que la hacen excitante y auténtica. Marrakech es un caos artificial. Yo sentí que todo el tiempo estaba en una gran puesta en escena, en un lugar montado para el turismo al que a la vez lo ve como una especie de adversario.

No se por qué, es algo que no me había pasado en todo el viaje por Marruecos. Más bien, me pareció uno de los países más hospitalarios y cordiales que conocí. Pero aquí, todo cambia, y el trato se tiñe de una hostilidad poco comprensible.

Supongo que tiene que ver con el hecho de que es el lugar turístico por excelencia del país, donde llega la gran mayoría de europeos que deciden hacer un viaje más “exótico”.  Lo cierto es que lo que sucede en Marrakech es simple: Cualquier extranjero sea de la nacionalidad que sea, pierde su cualidad de ser humano y se convierte en una cosa. Más precisamente en una fuente expendedora de euros al que hay que sacarle dinero de la manera que fuera.

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Llegamos a la Medina, en busca de algún hostal. Como siempre, se nos acercan quienes intentan llevarnos a sus riads. Luego de un mes en el país, ya aprendimos que debemos aclararles que no tenemos dinero para propina. Aun así ellos siguieron insistiendo  hasta que finalmente se alejaron insultándonos.  Llegados a nuestro hostel, el dueño intentó embaucarnos con el precio para cobrarnos de más y como no pudo, nos dio la peor habitación que tenia disponible.

En los Souks (los mercados) sucede algo parecido. Todos están a la caza del turista y todos intentan embaucarte. Esto es algo que pasa en todo Marruecos, pero de una manera más amable y hasta divertida, es parte de la idiosincrasia de la gente. En el resto de las ciudades, los comerciantes intentarán que ingreses a su negocio, pero para ello manejan a la perfección el arte de la retórica, son grandes aduladores y charlatanes. Recurren a todo tipo de excusas como invitarte a tomar un té, conversar sobre tu país, sobre fútbol, o pidiéndote que les saques una foto, etc. Una vez dentro no te dejarán ir fácilmente sin comprar algo, pero siempre utilizando la palabra como su mejor arma. En Marrakech, en cambio, te agarran del brazo y te empujan literalmente hacia su puesto, con total impunidad y esa arrogancia de la que les hablo.

Como ya les conté, el regateo es el deporte nacional. Si no están dispuestos a jugar el juego, mejor elijan otro destino para visitar. Aquí se regatea en cada ocasión. Para viajar, para comer, para hacer una excursión, para alojarte, se regatea para todo! Es algo que está presente en todo tipo de intercambio, pero siempre dentro de ciertos parámetros de razonabilidad. Se trata siempre de jugar pero en búsqueda de algún “precio justo” para cada parte. Es un código muy arraigado en la tradición del pueblo marroquí. En Marrakech, si algo vale 10 Dirhams, te  pedirán 300. De esa manera siempre saldrán ganando y no hay ningún contenido cultural, sino simplemente sacarle al turista la mayor cantidad de dinero posible. Por ello sucede que cuando no logran el acuerdo, te echan de su negocio como si fueses un intruso y si lo logran pero no salen ganando lo que esperaban, te entregan el objeto sin hablarte. Sin ni siquiera mirarte a la cara.

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Aun así, no todo es lo mismo. En los peores lugares se pueden encontrar rincones y personas que valen la pena conocer.

Yo no me podía ir de Marrakech sin tener algún tipo de experiencia autóctona para relatarles y si hay algo que me sorprendió en este viaje es la relación que tienen los marroquíes con el rubro de la peluquería. Hay muchísimos repartidos por las medinas. Se ve que aquí los hombres son muy coquetos porque los peluqueros tienen trabajo hasta largas horas de la noche, y muchas veces son los últimos negocios en cerrar.

Resulta que ya entrado un mes en territorio africano, mi barba necesitaba algún tipo de retoque. Fue así como decidí ir a lo de Héctor, mi barbero personal marroquí (su nombre es ficticio, me pidió no revelar su identidad).  Con normas de higiene un tanto sospechosas, es una de las barberías más viejas y típicas de la medina de Marrakech. Por eso, debe ser que era la única que estaba siempre vacía!

Pero yo no estaba en Marruecos para ir a un Coiffeur. Héctor, con su pelo blanco y sus setentaitantos encima parecía ser el indicado para mi cambio de look. Su peligroso pulso intermitente se equilibraba con sus años de experiencia. Cuántas caras habrán pasado por esas guillotinas! Así que con un poco de confianza y otro de coraje le entregue mi cuello. Con su mirada sigilosa y la serenidad de un sacerdote comenzó a manejar la navaja como si fuesen pinceladas sobre un paño e hizo su trabajo a la perfección. Con ustedes el resultado final.

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Uno de los lugares interesantes que me tocó conocer fue la Menara. Queda en las afueras de la medina, cerca del aeropuerto. Para llegar hay que salir de la ciudad amurallada, pasar por el palacio del rey (donde no se puede caminar por su vereda) y caminar un largo trecho por las anchas avenidas de Marrakech. En el camino se pasa por la parte nueva de la ciudad. Mucha prolijidad, limpieza, jardines floridos, rodean los hoteles cinco estrellas y uno cree que esta en otro país. Al terminar el recorrido se llega a un vasto campo de olivos, que abraza a una pequeña construcción que fue la casa de verano de algún sultán de la época. Frente a ella, un inmenso estanque que debe haber sido muy bello en aquel entonces pero hoy está un poco descuidado.

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Pan y circo

Un capitulo aparte merece la plaza Jamaa El Fna. Es una de las entradas a la medina, y sin dudas el corazón la cultura de Marrakech, es un ritual digno de ver. Hay desde domadores de monos hasta venta de jugos de naranja, y en el medio, todo lo que se puedan imaginar. En todos los rincones, la gente se agolpa en rondas para ver a alguno de sus espectáculos. Desde allí se escuchan los gritos de los contadores de historias, las risas de los locales que entienden lo que dicen, la música árabe, sonidos de tambores y los banjos. Otros hacen pruebas con su cuerpo u ofrecen tatuajes de Henna, mientras aturde el estridente sonido de las flautas de los encantadores de serpientes.

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Más al fondo, detrás de la cortina de humo, se encuentran los famosos puestos de comidas. Pasar por allí es toda una experiencia y una tentación constante. Están los puestos más “turísticos” (a la carta), hasta los de sopa marroquí (la recomiendo fervientemente), caracoles, carne al vapor, pescado frito y sánguches de huevo. Todo es un manjar, todo es extraño, y todo guarda una mística inigualable. Ese fue uno de los pocos lugares en donde me pude mezclar con la gente, y relacionarme un poco más de igual a igual.

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La plaza es un lugar verdaderamente anárquico, hasta que llega el momento del rezo. Ese momento es fascinante porque desde ambos extremos las mezquitas que la rodean empiezan a tocar el llamado y automáticamente toda esa caldera, todo ese bullicio se queda en silencio por unos minutos. Luego, todo vuelve al caos normal.

Pero hubo algo que no me terminó de convencer. El lugar guarda aun esa prepotencia propia de Marrakech. Siempre con la mira puesta en el turista, el acoso es muy fuerte y la hostilidad se deja ver en cada momento. Ni se les ocurra sacar una foto a ningún puesto, porque automáticamente se le abalanzaran sobre usted para pedirles 20 euros por haber disparado la cámara. Al final de la experiencia, a uno le queda la duda si todo eso es real o un montaje para los extranjeros. A  mi, luego un de conocer un Marruecos mas auténtico sentí estar en un gran circo.

La paradoja es cruzando la plaza más famosa en la madrugada para tomar el bus al aeropuerto, seria el último lugar que pisaría del país. Ella, amaneciendo totalmente vacía, y yo con una especie nostalgia me iba de África. Un lugar que sin dudas me dejó una huella, para siempre.

DATOS ÚTILES PARA POTENCIALES VIAJEROS:

¿Cómo llegar?

Marrakech, no es la capital pero es una de las principales metrópolis de Marruecos. Con lo cual, es un punto de neurálgico de todas las carreteras y se puede llegar desde todos los puntos del país. Nosotros llegamos en bus (Supratuours o CTM), pero también hay líneas de tren y por supuesto tiene su propio aeropuerto internacional.

También suele ser el punto de entrada a Marruecos, ya que varias líneas de Low Cost arriban desde Europa (Ryanair, EasyJet, etc.)

¿Dónde dormir?

Lo mejor es hospedarse dentro de la Medina. Pueden tomar a la Plaza Jamaa El Fna como referencia. Un hostel puede costar entre 50 y 70 Dirhams por persona.

¿Qué comer?

Para comer, hay puestos en la plaza muy baratos.  La sopa marroquí  o un sándwich de huevo cuesta 3 Dhs. Una porción de pescado frito o calamares, entre 15 y 20 Dhs. Un plato de shawarma con papas fritas, 30 o 35 Dhs.

Algunos datos más…

El paseo a la Menara es totalmente gratuito. Hay otros Museos o Palacios a los cuales hay que pagar entrada.

Por último, para comprar en los mercados vas a tener que desplegar tu habilidad y paciencia para regatear.

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